Shakespeare

La medicina en la obra de William Shakespeare

  • José González
  • Fabio Cafini
  • Ana Orero

PRESENTACIÓN

Decía Alejandro Dumas, padre, que “después de Dios, nadie ha creado tanto como Shakespeare”. Ello da idea de la extraordinaria obra de quien es considerado como el dramaturgo más grande de todos los tiempos y comparte con Miguel de Cervantes la cumbre de la creación literaria. No en balde el conjunto de su obra dramática es, junto con la Biblia y El Quijote, lo más estudiado, traducido y editado de toda la literatura universal.

Si a la amplitud y originalidad de su obra, a la diversidad y complejidad de sus personajes y a su inigualable capacidad de representar el conocimiento, el carácter, la personalidad humana y sus mudanzas, unimos que la práctica totalidad de sus escritos los realizara en poco más de veinte años, podemos concluir con Emerson que se trata de un autor “inconcebiblemente sabio”, de un genio universal difícilmente superable porque “siempre va por delante de uno” (H. Bloom).

Nadie como él ha tenido tantos recursos lingüísticos ni nos ha enseñado, a través de los protagonistas de sus dramas, a dialogar con nosotros mismos, a sentirnos espectadores y actores a un mismo tiempo.

No cabe duda que William Shakespeare es un hombre de su tiempo, una época en la que el telón del Renacimiento había caído sobre la oscuridad de los largos siglos medievales y delimitaba un nuevo escenario en el que el hombre trataba de liberarse de las cadenas y salir de la caverna para observar la realidad con sus propios ojos, de recobrar la fe en sí mismo, de comprender que el sol salía por encima del Olimpo, que la Naturaleza podía estar bajo sus pies y no sobre su cabeza, y que la verdad y su conocimiento no eran un regalo divino sino un derecho al que debía aspirar por el camino del estudio, la investigación y el método científico.

La ciencia tenía que ser la encargada de ofrecer al hombre las respuestas necesarias para comprender el universo y la propia naturaleza humana, de estudiar los hechos para poder predecirlos, de crear la tecnología que permitiera acceder a cualquier cosa imaginable, a llevar a cabo nuestros sueños.

Del mismo modo que Galileo Galilei en la física y la astronomía, Descartes en la filosofía y Vesalio, Paracelso y Fracastoro en medicina habían soltado o estaban soltando amarras con el pasado para acceder a “nuevos mundos”, Shakespeare planteó una nueva forma de hacer teatro absolutamente revolucionaria: ya no se trataba de una forma de entretenimiento para las élites sociales, sino de que las representaciones teatrales pudieran ser seguidas por personas de todas las esferas sociales.

Sus personajes no son héroes clásicos, sino hombres y mujeres con los que puede identificarse cualquier espectador.Pero el teatro de Shakespeare va incluso más allá: rompe con cualquier precedente y, en gran medida, inventa lo humano tal y como hoy lo conocemos. De alguna manera, Shakespeare nos ha inventado y, como señala A. Burgess, es un permanente “contemporáneo de la posteridad”.

Si Alonso Quijano quiere encontrar en el mundo las aventuras que su biblioteca le había prometido, los personajes de Shakespeare nos hacen ver que, contrariamente a lo que pudiera creerse antes del Renacimiento, el mundo no es un libro cerrado y permite más de una lectura.

Entre ellos, probablemente Hamlet sea el personaje literario por excelencia, el que se nos presenta como el horizonte que aparece a nuestra vista, inabarcable en su totalidad. El príncipe, enfrentado a la muerte de su padre y el casamiento de su madre, es la encarnación misma de la duda y su personaje sólo puede ser observado, analizado e interpretado desde distintas perspectivas. Desde el momento de su publicación la influencia de Hamlet en la cultura occidental ha sido incalculable.

La obra de Shakespeare está cargada de aspectos médicos, que han sido analizados por numerosos investigadores y algunos de sus biógrafos durante los últimos dos siglos. Como el minero que desciende con su linterna hasta las entrañas de la Tierra para extraer de ella su riqueza mineral, él fue capaz de bajar pertrechado de su imaginación hasta las profundidades del ser humano para encontrar antes que nadie arquetipos psicológicos del hombre enfermo que luego ha estudiado la medicina moderna.

Además, Shakespeare supo adivinar lo que otros no vieron o vieron mucho después: que al espíritu le afecta la materia, que el estado del cuerpo puede condicionar el estado del alma y, por tanto, que “no somos los mismos cuando la naturaleza, abatida, impone al alma que sufra con el cuerpo”.

El genial dramaturgo inglés saca a escena a toda una pléyade de enfermos, a médicos de distinta condición y otros profesionales sanitarios (enfermeras, comadronas, cirujanos, boticarios, etc.), a enfermedades de distinto tipo, gravedad y naturaleza, a tratamientos empíricos, utilizados con mayor o menor grado de racionalismo, de acuerdo con los conocimientos de la época, y a las instituciones en donde se atendía a los enfermos.

Entre todas las enfermedades humanas que aparecen en la obra de Shakespeare seguramente son las enfermedades mentales y las enfermedades infecciosas las que aparecen de forma más profusa y repetida, aunque probablemente sea ese “cuarto de kilo de carne en el que se centra el golpe de tierra que somos” (Ramón Gómez de la Serna), en cualquiera de los significados que permite la palabra corazón, el término médico más utilizado.

Siendo el propósito de este pequeño lienzo realizar un simple bosquejo de la medicina en la obra de Shakespeare, a través de los trazos de la enfermedad, el médico, el paciente y el tratamiento, y estando los textos del singular autor inglés cargados de metáforas y juegos de palabras, permítanos el lector la libertad de haber transformado la duda hamletiana en el juego de palabras que da título al trabajo.

Dice un antiguo proverbio italiano que la tos, como el amor, no puede ocultarse, pero, como en cada nueva decisión humana, la figura de Hamlet, dudando entre la realidad y la posibilidad, se hace presente a la hora de abordar su manejo y tratamiento.

La literatura, como el cine, está demostrando cada vez con mayor claridad ser una herramienta eficiente para estimular el aprendizaje y perfeccionamiento de los conocimientos médicos.

En la medida que las páginas que siguen lo consigan y, al mismo tiempo, hagan pasar al lector un buen rato nos daremos por satisfechos.

ÍNDICE

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