Axarquía

La Axarquía almeriense: Una experiencia viajera diferente

El territorio de la Axarquía almeriense comprende la región al oriente de la milenaria Almaryya, y vendría a coincidir, más o menos, con lo que antiguamente eran la Tierra de Vera y la Tierra de Níjar y hoy son el Valle del Bajo Almanzora, el litoral y los campos de Níjar y el corredor de Sorbas y Tabernas, es decir, el territorio por el que discurren los ríos Almanzora, Antas, Aguas y Alías. Según recoge Juan Grima en Almería y el reino de Granada en los orígenes de la Modernidad (s. XV-XVI), el término se recoge ya en documentos de finales del siglo XV. Sin embargo, el mapa de su territorio seguramente comenzó ya a ser cartografiado por los andariegos y curiosos habitantes de los poblados argáricos de Gatas-El Cantón (Turre), Fuente Álamo (Cuevas del Almanzora) y El Argar (Antas) mucho tiempo atrás.

Estos parajes por los que en días lejanos anduvieron los argares, y aún antes los dioses indálicos, son también nuestros paisajes afectivos, la referencia de todas nuestras distancias, aquellos lugares a los que, de una u otra forma, siempre volvemos a pie llano y corazón abierto para tomar del aire la esperanza, para recorrer una y otra vez el mismo sueño infantil. Y en esa infancia regresada uno trata de volver a vivir el presente sin fisuras, teniendo por única patria la sombra del algarrobo.

La Axarquía almeriense no es solo la realidad física de su geografía, sino también su realidad cultural, en perpetuo movimiento, a cuya expresión actual han contribuido a dar forma escritores de diferentes épocas y corrientes literarias que se aventuraron a viajar a este apartado rincón del sudeste español, haciendo “hablar al paisaje” y dando voz al paisanaje. Los contadores de historias de las tribus iberas relataban que de las naves fenicias que atracaban en Baria un día vieron bajar a Astarté y que, impresionada por la naturaleza del lugar, se hizo construir una morada desde la que contemplar cada madrugada el lucero del alba.

Algún tiempo después, informado por los navegantes griegos de la vida y riquezas de estas tierras, Zeus envió a su hija Clío para cantar su historia. Luego, sería Amílcar quien dejaría su huella y su nombre, antes de que Publio Cornelio Escipión descubriera que la gloria tiene límites tan estrechos como infinitos son los horizontes de Thalassa en las noches de luna plateada.

Desde entonces, geógrafos y poetas, exploradores y cronistas, narradores y ensayistas, vagamundos y filósofos, han tratado de apresar el instante en el que el sol incendia la tarde de invierno como si fuera el cráter de un volcán o el momento en el que la oscuridad de la noche se hace más transparente, se han dejado acariciar por el rompeolas de la primera brisa mañanera o los chorros de luz desparramados con distinta suavidad un día de primavera;

y hubo también quien fue capaz de perseguir durante horas enteras la palabra con la que describir la sombra blanca y fresca de la cal en la que se había refugiado de la chicharra veraniega o la metáfora que hiciera comprensible la realidad de un otoño de ramblas enfurecidas. Para muchos de ellos se trataba de sensaciones totalmente inéditas, una emoción casi religiosa, un presentimiento del duende.

Este mirar a la naturaleza del Levante almeriense con entusiasmo y, en cierto modo, alucinación, incluye no solo el diálogo con una tierra desnuda como un poema sin artificios donde todo es posible, sino también el diálogo con sus gentes que, al decir de Juan Goytisolo, tienen un acento entrañable que acuna como una nana, quizás porque sale y llega hasta el lugar más profundo del corazón, acento que da ritmo y cadencia a un rico vocabulario, que va desde el vulgarismo al verdadero término creativo.

Hay sustantivos cargados de tuétano, adjetivos como cristales de colores para ver la realidad sin necesidad de recurrir a la verdad ni a la mentira, verbos ágiles como felinos, adverbios como muelles para estirar o contraer el tiempo o los lugares.

Son palabras que han hilvanado silencios y cosidos conversaciones, palabras que relampaguean la noche y, a la mañana siguiente, traen una rama de olivo en el pico, palabras pronunciadas para que las olas puedan levantar el vuelo o echarle un par de suelas a los caminos, palabras sin embozo para decirle a la persona amada las razones por las que vivimos sin decir apenas nada, palabras como ecos para llenar el vacío que antes ocupaba el corazón del amigo, palabras entre las que no faltan la ironía y el humor, sobre todo en aquellos dichos que permiten resucitar a los muertos, y luego volverlos a morir de risa.

En definitiva, palabras que tienen vida propia y, aunque algunas muestren las arrugas del envejecer, han resistido el paso del tiempo sin necesidad de cremas antioxidantes.

Si todavía no ha terminado de cerrar su maleta, no se arrepentirá si toma la decisión de dedicar estas vacaciones a recorrer La Axarquía almeriense. Se trata de esa “Andalucía murciana” de la que ya hablaba Pascual Madoz en su famoso Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España, una tierra de tránsito, una y diversa a la vez, cruce permanente de caminos y de gentes, ante la que el viajero experimenta ese sentimiento anterior al asombro o la sorpresa: la placentera turbación frente a la indescifrable sencillez de la naturaleza.

Esta sensación es la que seguramente experimentaron a lo largo de la historia personajes de tan variada personalidad como Al-Idrisi, Jerónimo Münzer, Simón de Rojas Clemente, Richard Ford, Luis Siret, Gerald Brenan, Aldous Huxley, Juan Goytisolo, José Ángel Valente o Javier Egea.

Y si le apetece completar el viaje físico con el imaginario, puede que no sea una mala opción añadir a su equipaje el libro: Viaje al Levante almeriense. La Axarquía, otras poesibilidades, en el que las fotografías de Domingo Leiva Nicolás permiten añadir otro relato, tan literario o más que el propio texto. Como muestra, valgan las dos descripciones del paraje de El Cortijo del Fraile, lugar en el que sucedieron los trágicos acontecimientos que dieron lugar a Puñal de claveles (Carmen de Burgos, Colombine) y Bodas de Sangre (Federico García Lorca).

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Autor: Domingo Leiva

EL CORTIJO DEL FRAILE

El justiciero sol de julio apuñala montes y cañadas. En medio del llano, el Cortijo del Fraile nos sigue recordando el epitafio de sus nichos vacíos: la muerte tiene un precio. Las salas están vacías, vacíos los trojes y las cuadras. Solas están las cocinas, las alacenas y los vasares, y a solas consigo mismo está el oratorio. Los dormitorios están desiertos de camas; las camas, desiertas ya de temblores, de fugas y de sueños.

De aquellos años, dentro del cortijo solo quedan oquedades y ausencias; afuera, el aljibe, la era, un alcibón y una palmera. De estos años, dentro del cortijo, solo queda el fantasma de una noche habitada de miedo y de deseo; afuera, la esperanza de encontrar vida en medio de un paisaje marciano siempre por descubrir.

De aquellos años y de estos, dentro del cortijo queda un espacio literario, despojado de toda visión idílica; afuera, una naturaleza que es una invitación a los goces sensuales y a los juegos de perspectiva, a la plenitud del viaje: ¡llévame contigo, hazme feliz!

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Sobre el autor

Doctor en Farmacia
Autor de los libros: La Historia oculta de la Humanidad, La Farmacia en la Historia, Ajuste de cuentos y Viaje al levante almeriense, entre otros

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